Un día soleado, con el que comienza una semana de ilusión, de emoción, de miles de sensaciones difíciles de explicar con palabras. Da igual que el despertador suene a las siete de la mañana, que no hayas dormido nada, porque lo que queda por delante es impresionante.
Preparas todo; el hábito, el capirote, la medalla que con tanta dignidad lucimos y el tambor, timbal, bombo o carraca.
Y en el momento que llegas a la plaza de San Cayetano comienza todo. ¿A qué puede compararse la imagen de la plaza del Pilar repleta de de hábitos blanquiazules con decenas de palmas tras nuestro guión, desfilando por dentro de la basílica y ofreciendo cada uno de los cofrades allí presentes, toda la procesión, y todos los sentimientos que esta trae consigo, a nuestra Virgen?. Palabras que emocionan, que te provocan un escalofrío y que sientes de verdad, aunque vengan de una boca ajena.Nervios, ilusión, emoción y felicidad, un conjunto de sentimientos que se hacen palpables dentro de la Iglesia, antes del comienzo de un principio. A las 12.00 de la mañana se abren unas puertas, con el fin de que cientos de cofrades compartan su sentimiento, con miles de personas.
Y como de la nada, un sonido de carracas, seguido por el de cornetas, bombos, tambores y timbales, que inundan esa bonita plaza llena de capirotes azules. Y de repente por ahí sale desde la oscuridad, nuestro paso, nuestra burra. Rodeado de un gran estruendo y con la mirada de cientos de personas que la seguirán a lo largo de tres horas por las calles de una Zaragoza que esa mañana es azul y blanca.
Sientes calor, sed, el hábito te molesta, el capirote te aprieta o se te cae, la homilía de San Bruno se hace interminables. Pero cuando vuelves a esa plaza, que es como una pequeña casa para todos nosotros, eso se olvida, no te duelen las piernas ni la espalda ni estas cansado, porque ha llegado el fin de esas tres horas de procesión, porque la burra vuelve a su hogar. Y es inexplicable lo que se siente cuando los tambores con la calandina y las carracas con el tren la despiden. Pero no le dicen adiós sino hasta luego. Porque al año que viene ahí estaremos todos para mostrarla por la calles, para hacer disfrutar a la gente y para intentar que todos esos espectadores puedan sentir un poquito de lo que sentimos los que estamos ahí dentro. Esos sentimientos que salen a flor de piel cuando las puertas se cierran y los capirotes se quitan. Para hacerles llegar esas lagrimas que no surgen de la tristeza de haber acabado si no de la alegría de que lo hayamos vivido. Lagrimas que muestran el trabajo que todos hemos invertido, desde los cetros pasando por los instrumentos y llegando a las palmas.
Un Domingo de Ramos que acaba pero que da paso a la preparación del siguiente.